Hoy siento que la vida me pasa por encima. Que soy una persona con cáncer, viendo día a día como se deteriora su salud, sabiendo que no puede hacer nada, que es lo inevitable. Mañana será peor, pasado... tal vez ya no habrá pasado mañana, quién sabe. Entonces, hago lo que cualquier mortal, hago lo que el patriarca Job: miro hacia atrás para buscar las causas de tanta calamidad.
¿Por qué somos así? ¿Por qué pensamos siempre que nos va mal porque fuimos malos en algo? ¿No podemos pensar que la vida es la vida, y suceden cosas buenas y malas? Claro, si yo tengo un olmo, no puedo esperar que me dé peras, ni tampoco puedo esperar que, si planto perejil, saldrán rosas.
¡Tantas cosas me vienen a la mente! Se cosecha lo que se siembra, es cierto. Pero, también es cierto que, si hacemos siempre las mismas cosas, tendremos siempre los mismos resultados, para bien o para mal.
Entonces, llego a esta conclusión: trata de vivir la vida de acuerdo a tu conciencia, a la que has de alimentar de cosas buenas para que te motive a actuar siempre bien. Aun así, no dependerá de ti en un ciento por ciento el resultado que obtengas, porque están los factores externos, los sucesos imprevistos, todas esas cosas que hacen que dos más dos no sea cuatro. Como en un cruce de semáforos, ¿viste? Se supone que si esperas la verde para cruzar, estarás a salvo de un accidente. Pero muchas veces esperas la verde y, quien tenía verde, cruza en amarillo o ya en rojo, y no vale de nada tu buena intención... hay colisión.
Eso me lleva a otra reflexión: la vida es un montón de cruces de semáforos alocados, faltos de sincronización.
No sé qué me espera mañana, pero no logro sentir miedo de ello, ni siquiera ansiedad. Tengo miedo de esta muerte interna que me ha invadido, que hace que todo pase frente a mí como una novela, como la vida de otro. ¿Será que vi muchas novelas en mi vida? ¿O será que la vida es una novela y yo ya me siento un personaje más, a estas alturas? Tal vez, interiormente, creo que soy un personaje y que luego, al final de la obra, todos me aplaudirán y me sentiré satisfecha, y luego a otra cosa, a otra obra.
En fin, ha sido un día difícil, pero enfrentado con claridad... creo que con demasiada claridad, casi sin sentimientos, como sabiendo de antemano todo lo que ocurriría, como un espectador mirando una obra... Esa soy yo hoy... y eso es a lo que le temo.
Conversaciones conmigo misma
lunes, 9 de mayo de 2011
sábado, 30 de abril de 2011
Mis primeros años, los más felices
Recuerdo una ventana de mi niñez en una casita modesta y vieja, desde donde yo era la dueña de las estrellas, de la luna, de la lluvia y las heladas mañaneras. También mi desvencijada cama de hierro pintada de celeste que soportó conmigo la varicela, el tibio hueco del colchón donde me acurrucaba en invierno, cuando mamá nos aseaba y nos metía a la cama. Aún veo mi ventana: grande, con postigos y un tejido de alambre que oficiaba de reja. Por las noches recostaba mi cama allí, y el mundo era mío. La noche de Reyes veía bajar a los reyes magos en sus camellos, el Nochebuena venía Papá Noel cabalgando en su trineo desde la luna a pesar de que a casa no llegaba, los satélites eran alfrombras mágicas que surcaban el cielo con un príncipe empecinado en encontrar una bella joven para hacerla su esposa. Cuando veía muchos satélites, pensaba: -Pobres príncipes, se ve que es difícil encontrar una doncella bonita. Mi ventana ponía el mundo a mis pies.
Así me vencía el sueño. Llegaba el día y escuchaba la voz de mi madre hablando con el Tata, la radio siempre en la emisora que informaba quién había fallecido, quién iría al velatorio e invitaba al sepelio, los tangos de Gardel...
Recuerdo también la enramada al costado de la casa, donde compartíamos juegos con mis hermanos. Yo decía que sería médico, por lo tanto me regalaron un "juego de doctor" con jeringa y todos los elementos necesarios para ser un buen médico... de plástico. Por supuesto, el que pagaba el pato era mi hermano más chico, quien sufría los ataques de apendicitis y era llevado en una ambulancia fabricada con una escalera sobre la que poníamos una frazada para que el pobre no sintiera los pinchazos de las astillas de los peldaños. Procedíamos a realizar las "operaciones de apendicitis" luego de haber sustraído alcohol blanco, merthiolate, y cuanto elemento de primeros auxilios encontráramos en el viejo botiquín de madera. Luego, para que todos tuvieran la prueba visible de que, efectivamente, el paciente había sido operado, descaradamente le sacábamos el rímel a mi cuñada, y le marcábamos un tajo negro horripilante con muchas rayitas atravesadas, para que nadie dijera que eso no era una operación con su respectiva costura.
¿Y los días en que se nos despertaba el espíritu comercial? El abuelo tenía un mostrador que vaya a saber cuántos soles y lluvias vio después de haber sido usado por tantos bolicheros. Ese mostrador tenía historias de copas, de charlas amorosas, de brazos sudorosos apoyados en él, tal vez de algún niño que una madre sentó sobre él mientras hacía la compra. De billetes y monedas surcándolo, de puñetazos, risas, ¡vaya uno a saber! Lo cierto es que el día de jugar al boliche, el papel de diario era nuestro papel de estraza para envolver el medio kilo de yerba que pedía el vecino -que no era otro que mi hermano-, o el kilo de azúcar que llevaba otro. Y así transcurría el tiempo.
Mi perro el Penny también está en mis recuerdos, echado al sol del invierno en el patio del frente, y en el fondo cuando hacía mucho calor.
El problema era el invierno y la cama más cerca de la otra pared, que era más calentita... pero tenía manchas de humedad que cobraban vida cuando apagaban las luces. Salían monstruos de dos cabezas a asustarme, ánimas de muertos, lobizones, árboles que cobraban vida y llegaban hasta mi cama a aprisionarme.
-Mamá, ¿puedo ir a dormir a tu cama? Y mamá, con un ojo abierto y el otro cerrado, me hacía un huequito a los pies de su cama. Ese era mi momento más feliz, más cómodo, era el paraíso. Allí no se atreverían esos monstruos desgraciados a venir a molestar.
Llegaba el sábado. Mamá sacaba sábanas para lavar, daba vuelta los colchones, el sol entraba a raudales por mi ventana y secaba el destartalado piso de madera que mamá fregaba de rodillas semana tras semana, hasta dejar blanca la madera. Nosotros, los tres, sentados sobre un colchón doblado, escuchábamos los cuentos infantiles. Y pasaba Caperucita Roja, Cenicienta, Marcelino pan y vino... Y yo me imaginaba a Jesús bajando de una cruz, con esa voz cavernosa que le ponían en la radio, en un desván solitario donde lo tenían encerrado, y a Marcelino sentado en su regazo.
Era linda la vida, era simple, tenía olor a pisos lavados con creolina, a leche natural hervida, a empanadas del abuelo, a domingos con su radio Spika escuchando a su Peñarol... ¡a tantas cosas! Cierro los ojos y huelo, veo, palpo, piso descalza la calle hirviente del verano, con los dedos de los pies arrollados para no quemarme, yendo tras el heladero con su campana, en busca de la mayor maravilla del mundo: un helado palito de frutilla.
Podría seguir, tan mágico fue. Será otro sábado como este, tal vez... o no, tal vez será otro día en que sienta nostalgias de aquello que ya pasó, que no vuelve, pero que no cambiaría ni por todo el oro del mundo. Mi ventana, mis hermanos, mi perro, mi abuelo...
Así me vencía el sueño. Llegaba el día y escuchaba la voz de mi madre hablando con el Tata, la radio siempre en la emisora que informaba quién había fallecido, quién iría al velatorio e invitaba al sepelio, los tangos de Gardel...
Recuerdo también la enramada al costado de la casa, donde compartíamos juegos con mis hermanos. Yo decía que sería médico, por lo tanto me regalaron un "juego de doctor" con jeringa y todos los elementos necesarios para ser un buen médico... de plástico. Por supuesto, el que pagaba el pato era mi hermano más chico, quien sufría los ataques de apendicitis y era llevado en una ambulancia fabricada con una escalera sobre la que poníamos una frazada para que el pobre no sintiera los pinchazos de las astillas de los peldaños. Procedíamos a realizar las "operaciones de apendicitis" luego de haber sustraído alcohol blanco, merthiolate, y cuanto elemento de primeros auxilios encontráramos en el viejo botiquín de madera. Luego, para que todos tuvieran la prueba visible de que, efectivamente, el paciente había sido operado, descaradamente le sacábamos el rímel a mi cuñada, y le marcábamos un tajo negro horripilante con muchas rayitas atravesadas, para que nadie dijera que eso no era una operación con su respectiva costura.
¿Y los días en que se nos despertaba el espíritu comercial? El abuelo tenía un mostrador que vaya a saber cuántos soles y lluvias vio después de haber sido usado por tantos bolicheros. Ese mostrador tenía historias de copas, de charlas amorosas, de brazos sudorosos apoyados en él, tal vez de algún niño que una madre sentó sobre él mientras hacía la compra. De billetes y monedas surcándolo, de puñetazos, risas, ¡vaya uno a saber! Lo cierto es que el día de jugar al boliche, el papel de diario era nuestro papel de estraza para envolver el medio kilo de yerba que pedía el vecino -que no era otro que mi hermano-, o el kilo de azúcar que llevaba otro. Y así transcurría el tiempo.
Mi perro el Penny también está en mis recuerdos, echado al sol del invierno en el patio del frente, y en el fondo cuando hacía mucho calor.
El problema era el invierno y la cama más cerca de la otra pared, que era más calentita... pero tenía manchas de humedad que cobraban vida cuando apagaban las luces. Salían monstruos de dos cabezas a asustarme, ánimas de muertos, lobizones, árboles que cobraban vida y llegaban hasta mi cama a aprisionarme.
-Mamá, ¿puedo ir a dormir a tu cama? Y mamá, con un ojo abierto y el otro cerrado, me hacía un huequito a los pies de su cama. Ese era mi momento más feliz, más cómodo, era el paraíso. Allí no se atreverían esos monstruos desgraciados a venir a molestar.
Llegaba el sábado. Mamá sacaba sábanas para lavar, daba vuelta los colchones, el sol entraba a raudales por mi ventana y secaba el destartalado piso de madera que mamá fregaba de rodillas semana tras semana, hasta dejar blanca la madera. Nosotros, los tres, sentados sobre un colchón doblado, escuchábamos los cuentos infantiles. Y pasaba Caperucita Roja, Cenicienta, Marcelino pan y vino... Y yo me imaginaba a Jesús bajando de una cruz, con esa voz cavernosa que le ponían en la radio, en un desván solitario donde lo tenían encerrado, y a Marcelino sentado en su regazo.
Era linda la vida, era simple, tenía olor a pisos lavados con creolina, a leche natural hervida, a empanadas del abuelo, a domingos con su radio Spika escuchando a su Peñarol... ¡a tantas cosas! Cierro los ojos y huelo, veo, palpo, piso descalza la calle hirviente del verano, con los dedos de los pies arrollados para no quemarme, yendo tras el heladero con su campana, en busca de la mayor maravilla del mundo: un helado palito de frutilla.
Podría seguir, tan mágico fue. Será otro sábado como este, tal vez... o no, tal vez será otro día en que sienta nostalgias de aquello que ya pasó, que no vuelve, pero que no cambiaría ni por todo el oro del mundo. Mi ventana, mis hermanos, mi perro, mi abuelo...
viernes, 1 de abril de 2011
¿Cómo imaginas el mundo ideal?
El conflicto del gas nos tiene en ascuas. Antes de ayer escuchamos el informativo y dijeron que se iba a solucionar; pero ayer amanecimos con la novedad de que no sería así, que el conflicto puede agudizarse, etc.
Vieja costumbre la mía -y mi familia me la tolera y alimenta en algunas oportunidades- de hablar de los temas de actualidad mientras mateamos o almorzamos. Que si Saravia se va al Partido Nacional, que no que no se va, que Petinatti dijo no sé qué, que el show de U2 estuvo espectacular según las noticias, en fin, cosas que, si bien no las vamos a cambiar nosotros ni vamos a tener beneficios de ellas, sirven para mantenernos en la matrix.
Así que, por culpa del gas, surgió el tema. De pronto me encontré diciendo: -¿Se dan cuenta que al final es como yo digo? Está todo patas arriba. Tendría que ser todo horizontal y se terminan los problemas. Claro, tiene que existir un gobierno, por una cuestión de organización y dirección.
David agregó: -Y porque el hombre nació para ser gobernado.
Continué sumergida en mi delirante mundo ideal.
-La tierra tendría que ser de todos, un pedacito para cada uno. Da perfectamente, no es necesario andar peleando por un poco más; eso es avaricia. Un pedacito de tierra para cultivar, para tener unos animalitos, para hacer lo que quieras. Hacerte una casita y disfrutarla. Que el gobierno pague los sueldos a todos por igual: tanto al anestesista como al barrendero. Que la educación y la salud sean gratuitas, así cada uno puede estudiar lo que se le dé la gana. Ahí mataríamos dos pájaros de un tiro: habría más gente con un buen nivel de educación y, a la vez, sería más feliz, porque podría estudiar lo que le guste. ¿Se imaginan qué lindo sería estudiar lo que a uno le guste y no aquello que esté más a mano o sea más barato, o sea más rentable?
Estela agregó: -¡Qué viva sos! Si todos ganaran lo mismo y los estudios fueran gratis, nadie querría ser barrendero, todos serían anestesistas.
Por un instante sentí que me habían pinchado el globo. ¡Me parecía que era tan coherente mi idea! Obvio, a alguien se le tiene que haber ocurrido alguna vez en estos seis mil años de miseria humana. Pero se habrá dado cuenta de que no era rentable y la abandonó.
David preguntó qué había tomado esa mañana, porque ¡mire que tener semejantes ideas!
-No tomé nada -dije.
Vi que le hacía un gesto a su mujer, como diciendo "le salió el comunista de adentro". Él sabe que no es así, pero le gusta etiquetarme.
Me fui a bañar, y la sensación de haber descubierto América seguía embargándome.
Salí del baño y le grité a Estela: -No todos van a ser anestesistas, no olvides que hay gente vaga que no le gusta estudiar, hay gente que le gusta estudiar pero no tiene capacidad para tal o cual cosa, hay otros que quizás no quieran ser anestesistas y sí arquitectos, o cocineros, o músicos.
Proseguí: -Y eso está muy bueno, porque también terminaríamos con la envidia, que aquel tiene más que yo.
David dijo: -No olvides que la envidia y la avaricia son inherentes al ser humano. El hombre está ávido de acumular riquezas.
-Bueno -retruqué yo-, esta sería una buena forma de que no hubiera posibilidades.
Terminé de arreglarme el cabello. -Vamos -dije-, y salimos en la moto bajo el sol del mediodía otoñal. Pero no podía apartar mi pensamiento de "mi" mundo.
Continué diciéndole a David: -También podríamos bla, bla, bla... Hasta que su voz me trajo a la realidad cuando lo oí decir: -Venís hablando sola, dejá de delirar.
En fin, los amargados siempre nos pinchan el globo. No importa. Sé que llegará el día en que el Intendente ganará lo mismo que cualquier hijo de vecino: lo necesario para vivir. Llegará el día en que podremos respirar hondo hasta el cansancio, nos gustará trabajar y lo haremos con ganas, comeremos lo que cultivemos, lo que nos ganemos, y nadie tendrá hambre porque la tierra producirá en abundancia. No habrá robos, o, mejor dicho, nadie sentirá deseos de robar ni tendrá necesidad de hacerlo. Nadie verá en el otro a alguien inferior por su color o condición social, porque llegaremos a entender que nuestras únicas diferencias son nuestras aptitudes.
Y hablando de nuestras propias aptitudes, sería bueno que empezáramos a trabajar en ellas ahora, si ya no lo hicimos, porque comienzo tienen las cosas. Porque si quiero un cambio, tiene que empezar por mí. Manos a la obra.
Vieja costumbre la mía -y mi familia me la tolera y alimenta en algunas oportunidades- de hablar de los temas de actualidad mientras mateamos o almorzamos. Que si Saravia se va al Partido Nacional, que no que no se va, que Petinatti dijo no sé qué, que el show de U2 estuvo espectacular según las noticias, en fin, cosas que, si bien no las vamos a cambiar nosotros ni vamos a tener beneficios de ellas, sirven para mantenernos en la matrix.
Así que, por culpa del gas, surgió el tema. De pronto me encontré diciendo: -¿Se dan cuenta que al final es como yo digo? Está todo patas arriba. Tendría que ser todo horizontal y se terminan los problemas. Claro, tiene que existir un gobierno, por una cuestión de organización y dirección.
David agregó: -Y porque el hombre nació para ser gobernado.
Continué sumergida en mi delirante mundo ideal.
-La tierra tendría que ser de todos, un pedacito para cada uno. Da perfectamente, no es necesario andar peleando por un poco más; eso es avaricia. Un pedacito de tierra para cultivar, para tener unos animalitos, para hacer lo que quieras. Hacerte una casita y disfrutarla. Que el gobierno pague los sueldos a todos por igual: tanto al anestesista como al barrendero. Que la educación y la salud sean gratuitas, así cada uno puede estudiar lo que se le dé la gana. Ahí mataríamos dos pájaros de un tiro: habría más gente con un buen nivel de educación y, a la vez, sería más feliz, porque podría estudiar lo que le guste. ¿Se imaginan qué lindo sería estudiar lo que a uno le guste y no aquello que esté más a mano o sea más barato, o sea más rentable?
Estela agregó: -¡Qué viva sos! Si todos ganaran lo mismo y los estudios fueran gratis, nadie querría ser barrendero, todos serían anestesistas.
Por un instante sentí que me habían pinchado el globo. ¡Me parecía que era tan coherente mi idea! Obvio, a alguien se le tiene que haber ocurrido alguna vez en estos seis mil años de miseria humana. Pero se habrá dado cuenta de que no era rentable y la abandonó.
David preguntó qué había tomado esa mañana, porque ¡mire que tener semejantes ideas!
-No tomé nada -dije.
Vi que le hacía un gesto a su mujer, como diciendo "le salió el comunista de adentro". Él sabe que no es así, pero le gusta etiquetarme.
Me fui a bañar, y la sensación de haber descubierto América seguía embargándome.
Salí del baño y le grité a Estela: -No todos van a ser anestesistas, no olvides que hay gente vaga que no le gusta estudiar, hay gente que le gusta estudiar pero no tiene capacidad para tal o cual cosa, hay otros que quizás no quieran ser anestesistas y sí arquitectos, o cocineros, o músicos.
Proseguí: -Y eso está muy bueno, porque también terminaríamos con la envidia, que aquel tiene más que yo.
David dijo: -No olvides que la envidia y la avaricia son inherentes al ser humano. El hombre está ávido de acumular riquezas.
-Bueno -retruqué yo-, esta sería una buena forma de que no hubiera posibilidades.
Terminé de arreglarme el cabello. -Vamos -dije-, y salimos en la moto bajo el sol del mediodía otoñal. Pero no podía apartar mi pensamiento de "mi" mundo.
Continué diciéndole a David: -También podríamos bla, bla, bla... Hasta que su voz me trajo a la realidad cuando lo oí decir: -Venís hablando sola, dejá de delirar.
En fin, los amargados siempre nos pinchan el globo. No importa. Sé que llegará el día en que el Intendente ganará lo mismo que cualquier hijo de vecino: lo necesario para vivir. Llegará el día en que podremos respirar hondo hasta el cansancio, nos gustará trabajar y lo haremos con ganas, comeremos lo que cultivemos, lo que nos ganemos, y nadie tendrá hambre porque la tierra producirá en abundancia. No habrá robos, o, mejor dicho, nadie sentirá deseos de robar ni tendrá necesidad de hacerlo. Nadie verá en el otro a alguien inferior por su color o condición social, porque llegaremos a entender que nuestras únicas diferencias son nuestras aptitudes.
Y hablando de nuestras propias aptitudes, sería bueno que empezáramos a trabajar en ellas ahora, si ya no lo hicimos, porque comienzo tienen las cosas. Porque si quiero un cambio, tiene que empezar por mí. Manos a la obra.
lunes, 14 de marzo de 2011
¡Eureka!
...o casi ¡Eureka!, porque, en realidad, ni descubrí el blog ni lo creé yo: me enseñaron cómo se hace, o, mejor dicho, me lo hicieron...
Desde este momento siento que camino más erguida y que no soy tan peluda; en una palabra, me siento menos eslabón perdido.
Ahora, me pregunto: ¿por qué el mero hecho de tener un blog me hace sentir así? ¿Es que masificarme me hace más civilizada? ¿Es que ser civilizada es masificarse?
En fin, hoy es una novedad para mí esta nueva herramienta.
Desde este momento siento que camino más erguida y que no soy tan peluda; en una palabra, me siento menos eslabón perdido.
Ahora, me pregunto: ¿por qué el mero hecho de tener un blog me hace sentir así? ¿Es que masificarme me hace más civilizada? ¿Es que ser civilizada es masificarse?
En fin, hoy es una novedad para mí esta nueva herramienta.
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