sábado, 30 de abril de 2011

Mis primeros años, los más felices

Recuerdo una ventana de mi niñez en una casita modesta y vieja, desde donde yo era la dueña de las estrellas, de la luna, de la lluvia y las heladas mañaneras. También mi desvencijada cama de hierro pintada de celeste que soportó conmigo la varicela, el tibio hueco del colchón donde me acurrucaba en invierno, cuando mamá nos aseaba y nos metía a la cama. Aún veo mi ventana: grande, con postigos y un tejido de alambre que oficiaba de reja. Por las noches recostaba mi cama allí, y el mundo era mío. La noche de Reyes veía bajar a los reyes magos en sus camellos, el Nochebuena venía Papá Noel cabalgando en su trineo desde la luna a pesar de que a casa no llegaba, los satélites eran alfrombras mágicas que surcaban el cielo con un príncipe empecinado en encontrar una bella joven para hacerla su esposa. Cuando veía muchos satélites, pensaba: -Pobres príncipes, se ve que es difícil encontrar una doncella bonita. Mi ventana ponía el mundo a mis pies.
Así me vencía el sueño. Llegaba el día y escuchaba la voz de mi madre hablando con el Tata, la radio siempre en la emisora que informaba quién había fallecido, quién iría al velatorio e invitaba al sepelio, los tangos de Gardel...
Recuerdo también la enramada al costado de la casa, donde compartíamos juegos con mis hermanos. Yo decía que sería médico, por lo tanto me regalaron un "juego de doctor" con jeringa y todos los elementos necesarios para ser un buen médico... de plástico. Por supuesto, el que pagaba el pato era mi hermano más chico, quien sufría los ataques de apendicitis y era llevado en una ambulancia fabricada con una escalera sobre la que poníamos una frazada para que el pobre no sintiera los pinchazos de las astillas de los peldaños. Procedíamos a realizar las "operaciones de apendicitis" luego de haber sustraído alcohol blanco, merthiolate, y cuanto elemento de primeros auxilios encontráramos en el viejo botiquín de madera. Luego, para que todos tuvieran la prueba visible de que, efectivamente, el paciente había sido operado, descaradamente le sacábamos el rímel a mi cuñada, y le marcábamos un tajo negro horripilante con muchas rayitas atravesadas, para que nadie dijera que eso no era una operación con su respectiva costura.
¿Y los días en que se nos despertaba el espíritu comercial? El abuelo tenía un mostrador que vaya a saber cuántos soles y lluvias vio después de haber sido usado por tantos bolicheros. Ese mostrador tenía historias de copas, de charlas amorosas, de brazos sudorosos apoyados en él, tal vez de algún niño que una madre sentó sobre él mientras hacía la compra. De billetes y monedas surcándolo, de puñetazos, risas, ¡vaya uno a saber! Lo cierto es que el día de jugar al boliche, el papel de diario era nuestro papel de estraza para envolver el medio kilo de yerba que pedía el vecino -que no era otro que mi hermano-, o el kilo de azúcar que llevaba otro. Y así transcurría el tiempo.
Mi perro el Penny también está en mis recuerdos, echado al sol del invierno en el patio del frente, y en el fondo cuando hacía mucho calor.
El problema era el invierno y la cama más cerca de la otra pared, que era más calentita... pero tenía manchas de humedad que cobraban vida cuando apagaban las luces. Salían monstruos de dos cabezas a asustarme, ánimas de muertos, lobizones, árboles que cobraban vida y llegaban hasta mi cama a aprisionarme.
-Mamá, ¿puedo ir a dormir a tu cama? Y mamá, con un ojo abierto y el otro cerrado, me hacía un huequito a los pies de su cama. Ese era mi momento más feliz, más cómodo, era el paraíso. Allí no se atreverían esos monstruos desgraciados a venir a molestar.
Llegaba el sábado. Mamá sacaba sábanas para lavar, daba vuelta los colchones, el sol entraba a raudales por mi ventana y secaba el destartalado piso de madera que mamá fregaba de rodillas semana tras semana, hasta dejar blanca la madera. Nosotros, los tres, sentados sobre un colchón doblado, escuchábamos los cuentos infantiles. Y pasaba Caperucita Roja, Cenicienta, Marcelino pan y vino... Y yo me imaginaba a Jesús bajando de una cruz, con esa voz cavernosa que le ponían en la radio, en un desván solitario donde lo tenían encerrado, y a Marcelino sentado en su regazo.
Era linda la vida, era simple, tenía olor a pisos lavados con creolina, a leche natural hervida, a empanadas del abuelo, a domingos con su radio Spika escuchando a su Peñarol... ¡a tantas cosas! Cierro los ojos y huelo, veo, palpo, piso descalza la calle hirviente del verano, con los dedos de los pies arrollados para no quemarme, yendo tras el heladero con su campana, en busca de la mayor maravilla del mundo: un helado palito de frutilla.
Podría seguir, tan mágico fue. Será otro sábado como este, tal vez... o no, tal vez será otro día en que sienta nostalgias de aquello que ya pasó, que no vuelve, pero que no cambiaría ni por todo el oro del mundo. Mi ventana, mis hermanos, mi perro, mi abuelo...

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